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12 de octubre de 2007

12 de octubre

El día de hoy se pueden celebrar muchas cosas; no voy a extenderme en esto, pues ya lo hice (y bastante extendido) en otro sitio. A mí me gusta conmemorar el hecho de que, a pesar de todo, seguimos hermanados. De que esa hermandad, que, entre Europa y América, a partir de 1492 vivió sanguinariamente violentada, se ha mantenido y que, en la primera mitad del Siglo XX, cristalizó en un hecho extraño (aunque no, desafortunadamente, poco común): los hermanos perseguidos en España por los mismos españoles, encabezados por una bestia sanguinaria, fueron recibidos con los brazos abiertos en otros lugares del mundo.

Uno de esos vericuetos del mundo donde fueron abrazados fue México. Por supuesto, aquí también hubo criaturas sanguinarias que pretendieron mandar de vuelta a España a esos hermanos, por rojillos, a que cumplieran allí el destino del que pretendían escapar; desafortunadamente, hoy México es gobernado por el partido político fundado por esos sanguinarios blanquiazules y anti-rojos (pero eso es otra historia).

Por fortuna, México era gobernado en aquel entonces por el presidente Lázaro Cárdenas del Río (1895-1970), quien abrió los brazos, las puertas y los muelles a los exiliados españoles. Yo, por supuesto, agradezco a Lázaro Cárdenas su gesto de humanidad: sin él no estaría yo aquí. Pero, también, sin él habría menos cosas buenas por las que estar orgullosos como mexicanos y como seres humanos.

El éxodo republicano a México comenzó con el buque Sinaia, a bordo del cual venían diversas figuras de estatura intelectual y moral, con las que mi abuelo (que también venía en la misma embarcación) tuvo oportunidad de convivir. Entre otras figuras, en el Sinaia llegó uno de mis poetas predilectos, Pedro Garfias (1901-1967), quien, cerca ya de tocar la costa mexicana, escribió (y publicó en el diario de abordo, editado por otro poeta: Juan Rejano, 1903-1976) algunas líneas emotivas, inolvidables para los transterrados republicanos aquí:

ENTRE ESPAÑA Y MÉXICO

A bordo del Sinaia

Qué hilo tan fino, qué delgado junco
-de acero fiel- nos une y nos separa
con España presente en el recuerdo,
con México presente en la esperanza.
Repite el mar sus cóncavos azules,
repite el cielo sus tranquilas aguas
y entre el cielo y el mar ensayan vuelos
de análoga ambición, nuestras miradas.

España que perdimos, no nos pierdas;
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga
que un día volveremos, más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda
de este mar, con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta.

Y tú, México libre, pueblo abierto
al ágil viento y a la luz del alba,
indios de clara estirpe, campesinos
con tierras, con simientes y con máquinas;
proletarios gigantes de anchas manos
que forjan el destino de la Patria;
pueblo libre de México:
como otro tiempo por la mar salada
te va un río español de sangre roja
de generosa sangre desbordada.
Pero eres tú esta vez quien nos conquistas,
y para siempre, ¡oh vieja y nueva España!